Una historia de Amor

 

Érase una vez un niño, un pequeño niño con grandes ojos con los que miraba asustado todo cuanto le rodeaba. Y miraba asustado porque no comprendía muy bien en qué lugar estaba, en qué mundo se hallaba. Expectante, receptivo, asustado, rodeado de ángeles, iba creciendo mientras observaba y aprendía. Algunos días eran más tranquilos, otros más difíciles, pero en todos y cada uno de ellos, una añoranza profunda le invadía, recordándole otro lugar, otra vibración, otro mundo, en donde todo cuanto le rodeaba era Amor.

Y ese niño crecía distinto a los demás, porque «algo especial» lo diferenciaba de los otros. Era algo muy sutil, que nadie podía percibir, pero que él, en lo profundo, sabía.

Se sentía en una tierra extranjera, rodeado de gente extranjera a la que, en la mayor parte de los casos, no lograba comprender. Su codificación interna se contradecía con lo que, día a día, se plasmaba en su exterior, con sus relaciones. Buscaba algo, desde lo profundo, que no conseguía hallar.

Pero en su soledad aparente, en su soledad desde lo profundo, ese niño sabía que no estaba solo. Sabía que los ángeles estaban con él, y con ellos hablaba, y con ellos compartía sus días, su vida en ese extraño lugar. Con ellos jugaba y con ellos hablaba tantas cosas que no podía decir a los otros niños, pues éstos no le comprendían.

Y fue creciendo en un mundo oscuro, lleno de gente con problemas, gente con prisas, gente con ambiciones, gente que no conocía el Amor. En un mundo de una vibración extraña, en donde constantemente unos chocaban con otros sin conocer siquiera lo que era la armonización de ser Uno con Dios.

Pero siempre, en lo profundo, en un lugar en su corazón, fue albergando todo aquello que desde siempre él sabía que era en verdad, todo aquello que le fue negado por ser tachado de imposible, todo aquello que le fue tachado de absurdo, de locura. Él lo guardó todo porque sabía que en algún lugar, aunque no recordaba dónde, todo aquello era cierto. Él así lo había aprendido, él así lo había vivido, experimentado, él lo había compartido con tantos... ¿Dónde estaban los otros ahora?, aquellos que eran como él...

Y en distintos lugares del Planeta, otros niños iban creciendo con las mismas sensaciones, con las mismas preguntas, con la misma soledad compartida. En lo invisible, algo les unía por un cordón dorado de Amor a unos con otros. Esa era su salvación. Desde lo profundo, una misma verdad, un mismo foco de Amor, los unía, haciendo posible que, en un momento del tiempo, todos ellos se volvieran a encontrar.

Cada vez se hacía más difícil: la pubertad, la adolescencia, sensaciones no conocidas se mezclaban con sus cuerpos sutiles, produciendo a modo de cortocircuitos en su interior, confundiéndole cada vez más.

El exterior parecía tan seguro, tan consolidado, y afuera no había nadie como él, aunque sus sensaciones internas le hacían continuar adelante, sin renunciar a sí mismo, esperando el momento en el tiempo.

Él sabía que no debía dejarse confundir por el exterior. Sabía que, aunque los demás no pudiesen verlo, los ángeles lo acompañaban, y él podía hablar con ellos, jugar con ellos, porque, aunque externamente iba creciendo, nunca dejaba de ser un niño en lo más profundo de su corazón.

Y a veces se le hacía muy duro. Sentía como si un niño pequeño hubiese de cargar a cuestas con un saco de sufrimientos terribles. Los sufrimientos de la soledad interna, los sufrimientos de no comprender. Los sufrimientos de sentirse fuera de casa.

Pero un día, de repente, de la manera más inverosímil y «casual», ese niño se encontró a otro niño que le llamó la atención.

De repente, reconoció su vibración como una vibración similar a la de él. Se miraron a los ojos profundamente y una emoción comenzó a embargarles por todo su ser. Sin saber por qué, al poco rato se daban un abrazo mientras lloraban profundamente, de alegría, al tiempo que en esos instantes cada uno comunicaba al otro todo su sufrimiento pasado, toda su soledad profunda, todo aquello que nunca jamás habían conseguido comunicar a nadie. Y se decían, ¿dónde estabas todo este tiempo? Sabían que, aunque separados físicamente, habían estado juntos todo el tiempo, unidos por un cordón indestructible de Amor.

Acababa de producirse un reencuentro, el primero de ellos. Desde el fondo de su corazón, esos niños (pues, aunque ya adultos, seguían siendo niños, «los Niños de la Tierra») sabían que un día iban a encontrarse, y que cuando ese día llegara algo esperado desde mucho tiempo comenzaría a suceder: el despertar, los reencuentros, la conformación en los planos físicos de la familia de Luz que siempre estuvo unida por su cordón de Amor.

Y, podo a poco, comenzaron a suceder cambios en sus respectivos vehículos planetarios, así como cambios desde los niveles más profundos. Oleadas de información comenzaron a entrar en ellos y a despertar códigos dormidos. Entonces, esa soledad interna que siempre habían sentido comenzó a desaparecer, al saber que los suyos estaban allí, con ellos. Que habían estado todo el tiempo y que todo tenía un sentido. Sabían que estaban comenzando a recordar. Y, con sus corazones saltando de gozo, esperaron los días en que los ángeles del Señor los juntarán unos con otros, en que los cielos serán en la Tierra, en que los suyos vendrán a recoger lo que un día dejaron.

Y sabían que sólo el Amor los volvería a unir. Sabían que sólo el Amor haría que pudieran regresar a su hogar.